Sunday, August 11

Ser humano

11:40 PM. Como siempre a esta hora, pareciera que los segundos avanzan más de prisa, más si de alcanzar el Metro se trata, pero hace tiempo ya que aprendí a disfrutar en soledad el trote rápido de una o de diez cuadras, aún a pesar del conflicto aberrante entre la belleza de la noche y lo insegura que puede resultar la vía "pública". Y digo "aprendí" porque la apreciación de los detalles al cruzar la selva de asfalto ha quedado subsumida en la posmodernidad a una abigarrada mezcla de situaciones caóticas. Preocupaciones del entorno, que si alguien te sigue o la luz está en verde o rojo, o de índole más personal, como la prisa o la falta de sentido de orientación, o una mezcla de ambas, como un hombre tirado boca arriba en la calle, apoyado con una mano firme en la banqueta y la otra en la puerta trasera del lado izquierdo de un coche muy parecido al Negro, estacionado sobre el arroyo vial. Me percaté de él unos metros antes, justo después de haber cruzado la calle que llega al parque, como también de un par de transeúntes que, por prisa o repugnancia, se limitaban a mirarlo y reprobar su situación con un gesto o movimiento de cabeza, sin detener su marcha medianochera. Tal como con ellos, el hombre me dirigió fijamente la mirada e intentó estirar su mano, pero su postura y nula sobriedad se lo impidieron. Lo miré un instante.Me produjo lástima. Aún con la prisa y la avalancha de pensamientos que rodaba cuesta abajo en mi mente, interrumpí mi camino y saque un par de monedas del bolsillo para colocarlas en su mano. Miró lo que había hecho y murmuró algo que no pude entender; acto seguido dejó caer las monedas de su mano. Algo en sus ojos era distinto. Volvió a mirarme, esta vez embargado por una profunda tristeza, lo cuál me desconcertó y me llenó de culpa. Ese hombre moreno, barbón y mal aseado se arrojó de espaldas al suelo y miró el cielo oscuro y nublado con los ojos llenos de lágrimas. En ese momento comprendí que no clamaba por caridad ni por lástima, sino por ayuda... y de un golpe vino a mí recuerdo la misma mirada de tristeza y decepción por el género humano en ojos de otros hombres, de mujeres, ancianos, niños y niñas, con el estómago o con el alma vacía, presos todos tras el disfraz de la miseria. Me asaltaron los recuerdos de tantas voces de suficiencia y reluctancia, incluso de ínfula, tanto de propios como de extraños, condenándolos: "que se pongan a trabajar...", "están jodidos porque así lo quieren...", y caí en la cuenta que la indiferencia ante la desgracia no es justicia sino inconsciente violencia, indeleble, que pasa casi desapercibida como ya esas personas lo hacen en nuestra vida, colateralmente, como en una dimensión que vemos pero nos rehusamos a asumir como propia. Que así como ellos viven en desventura, nosotros que tenemos al menos lo mínimo para subsistir de una forma decorosa también somos presos del alta estima que damos a lo superfluo, y más aun, que cada pensamiento y acción nuestra está partida en dos o mil pedazos por un egoísmo autolimitante y una insolencia que abocarda el espíritu, volviéndolo lúgubre, autoanulándolo y conduciéndolo a la subestima, privándonos así de la capacidad inherente que poseemos de identificarnos con el dolor y sufrimiento, de ser solidarios, antes que viles y prejuiciosos, de no dejarnos arrastrar por la moral hipócrita y recalcitrante del entorno social, de hacernos menos al hacer menos al prójimo, y de tender una mano a quien la pida, a quien la necesite. De dejar de actuar de una vez por todas como autómatas insensibles, y de aprender a ser humanos...

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