Monday, January 10

Tuve un sueño...

Tras un par de gafas oscuras, mi vista encontrábase perdidamente sumergida en el patrón geométrico plasmado en la superficie fría, plana y lisa de esa mesa de acero en el patio del edificio de diseño industrial. Estaba postrado ahí con los brazos en escuadra, la espalda arqueada completamente separada del respaldo de la silla, las piernas bien separadas y la cabeza medio agachada, con la misma expresión sínica de aburrimiento que mi sobrina les ofrece, y no de muy buen modo, a todos mis tíos en las reuniones familiares. De reojo alcancé a ver un grueso y maltratado libro de hojas amarillentas sobre la mesa, como uno entre tantos voluminosos ejemplares de cálculo amontonados en la estantería del fondo del pasillo principal de la biblioteca de la facultad, con las esquinas de las hojas rotas y sucias. No reparé en el tema más de unos segundos y volví a la misión de recorrer con la vista el dibujo de la placa de acero de la mesa, y al hacerlo recorrer nuestro camino una vez más con la determinación de abrir una brecha en el sendero, tu sendero, que hemos caminado hasta ahora.

Hacía buen sol, y el rechiflón de aire que soplaba con ímpetu otoñal en dirección al pasillo de concreto gris logró disipar por un instante mi mente de tu amor, tus dudas y condenas. Escondido entre su invisible soplar -aderezado por el sonido de la losa en el fregadero de la cocina de la cafetería, los gritos del cocinero y el murmullo hambriento de unos 15 o 20 esperando turno tras el cristal – se agitaba un indescifrable misterio, como una nebulosa lejana, un lugar de anestesia con las puertas esperando a ser abiertas y, así, desbordar en profundo silencio ensalzado por el agridulce sabor de la nostalgia.

De alguna manera sabía que estabas ahí. Podía sentir tu tenue y avasallante mirada, que como llamarada en la punta de una flecha se clavaba en mi alma; como una bailarina tendida en el escenario con los brazos extendidos y la cadera recogida, las puntas coqueteando con el piso, la espalda y los hombros desnudos formando un arco con el torso, poniendo al descubierto el volcán de tu pecho desnudo por donde brota incandescente tu alma. Podía recordar tus lágrimas como gotas de ceniza bajando por tus mejillas, haciendo preguntas y exigiendo respuestas. Podía recordar el retumbar de tu voz de terciopelo y seda en los rincones de mi mente, prendiéndole fuego a mi respiración de forma instantánea. Podía percibir tu aliento y tu aroma, sentir tu presencia esperando por una señal, por un segundo de mis ojos, justo como en el primer instante.

Y es que en ese reducido espacio de 1.70 x 2.50 donde estudiábamos todos matemáticas, guardaste celosamente y bajo llave -tras la tersa piel y serena expresión de tu rostro- mi delirio de cada noche. No conforme con la condena, le echaste cerrojo con una tenue sonrisa tan estremecedora como la del cielo al tronar mientras llueve, y un par de candados más al quitar de mis grandes y concentrados ojos la redondez resplandeciente y enigmática de los tuyos al girar tu cuello hacia arriba y mirar al pizarrón de nuevo. Justo ahí decidiste confinar mis sueños, en una masmorra enrejada donde permanecen cautivas mis ilusiones y más fervientes deseos, donde habita desde aquel día el secreto que no me deja descifrar tus intermitentes e invisibles embates a mi razón, a mi conciencia y a mi ser, esa duda silenciosa que me reprocha lo que fue y lo que nunca será .

...y entonces desperté.

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